Cuando hablamos de energía nos referimos a energía biológica: aquella que generan las células a través del proceso de combustión. Si bien no es lo mismo, podemos comparar este proceso con el de encender un fuego: se necesitan un combustible y un comburente, la leña y el aire. En el caso de las células, serían el oxígeno y los nutrientes. De la misma forma que el fuego se enciende más cuando lo abanicamos, si ventilamos los pulmones, las células producirán más energía. ¿Cuánto más? La diferencia puede ser enorme.

Las células producen un tipo de molécula denominada ATP. Estas moléculas son las encargadas de almacenar y liberar la energía a medida que el cuerpo la requiere. Son como la batería del teléfono: se cargan y almacenan la energía, que se va consumiendo conforme el cuerpo la necesita. Cuando una célula recibe oxígeno, con una molécula de glucosa —es decir, de nutrientes— puede producir hasta treinta y dos moléculas de ATP. Sin oxígeno, produce solamente dos. Pero no solo el oxígeno produce la combustión: también se necesita una buena eliminación de dióxido de carbono. Si volvemos a la imagen de prender un fuego, significa tener una buena chimenea que permita liberar los gases de la combustión. Si no se elimina el dióxido de carbono, el fuego se ahoga y, de una manera similar, nuestras células se “asfixian” al acidificarse la sangre. Por eso, entrenar técnicas respiratorias es tan eficiente para producir energía celular.

Ampliando la definición científica, podemos considerar como energía biológica cualquier energía de la naturaleza que se manifieste en el cuerpo. Por ejemplo, el calor es una manifestación biológica de energía térmica: donde hay calor, hay energía. El electromagnetismo también es una forma de energía que encontramos; nuestro sistema nervioso transmite impulsos eléctricos. Se trata, en todos los casos, de energías que tienen sus leyes físicas y que nuestro cuerpo, al igual que todos los seres vivos, genera, almacena y utiliza para todos sus procesos biológicos.