Medio siglo de vida me ha enseñado a aceptar un defecto del ser humano como algo incurable: su insatisfacción.
He dado la vuelta al mundo innumerables veces y he conocido a mucha, pero mucha gente de verdad. He trabado contacto íntimo con una infinidad de fraternidades iniciáticas, entidades culturales, asociaciones profesionales, academias deportivas, universidades, escuelas, empresas, federaciones, fundaciones... En todas ellas, sin excepción, había descontento.
En todos los agrupamientos humanos hay una fuerza de cohesión llamada egrégora. Por la ley de acción y reacción, toda fuerza tiende a generar una fuerza oponente. Por eso, en esos mismos agrupamientos surgen constantemente pequeños desencuentros que pasan a ganar contornos dramáticos por la refracción de una óptica egocéntrica que solo tiene en cuenta la satisfacción de las expectativas de un individuo aislado que analiza los hechos de acuerdo con sus propias conveniencias.
En otras palabras, si los hechos pudieran ser analizados sin la interferencia deletérea de los egos, se constataría que no hay nada de malo con esos hechos, a no ser una inestabilidad emocional. Inestabilidad esa que es congénita en todos los seres humanos. Una especie de error de proyecto original, que aún está en proceso de evolución. Al fin y al cabo, somos una especie extremadamente joven en comparación con las demás formas de vida en el planeta. Estamos en la infancia de nuestra evolución y, como tal, cometemos inapelablemente las inmadureces naturales de esa fase.
Observe que rarísimas son las personas que están satisfechas con sus mundos. En general, todos tienen reclamos de su trabajo, de sus subalternos y de sus superiores; de su remuneración y del reconocimiento por su trabajo; reclamos de sus padres, de sus hijos, de sus cónyuges, de su condominio, del gobierno de su país, de su estado, de su ciudad, de la policía, de la Justicia, del departamento de tránsito, de los impuestos, de los vecinos maleducados, de los conductores inhábiles, de los peatones indisciplinados... Cuántas cosas para reclamar, ¿no es así?
Si vamos por ese camino, concluiremos que el mundo no es un lugar bueno para vivir y seguiremos amargados y amargando a los demás. ¡O nos suicidaremos!
Ya en la antigüedad los hindúes observaron ese fenómeno de la endémica insatisfacción humana y enseñaron cómo solucionarla:
Si el suelo tiene espinas, no quieras cubrir el suelo con cuero. Cubre tus pies con calzado y camina sobre las espinas sin incomodarte con ellas
.
O sea, la solución no es reclamar de las personas y de las circunstancias para intentar cambiarlas, sino educarse a sí mismo para adaptarse. La actitud correcta es dejar de querer infantilmente que las cosas se modifiquen para satisfacer a tu ego, sino modificarse a sí mismo para ajustarse a la realidad. Eso es madurez.
La otra actitud es neurótica, pues jamás podrás modificar personas o instituciones para que se ajusten a tus deseos. No seas un desajustado.
Entonces, vamos a parar con eso. Vamos a aceptar a las personas y a las cosas como son. Y vamos a tratar de que nos gusten. Vas a notar que ellas pasan a gustar mucho más de ti y que las situaciones que antes te parecían inamovibles, ahora se modifican espontáneamente, sin que tengas que cobrar eso de ellas. Experimenta. ¡Te va a gustar el resultado!
Del libro Cambia el mundo, empieza por ti,
Profesor DeRose, Egrégora Books
Participá de la conversación
Registrarme | Iniciar sesión