Desde cedo, yo no me veía trabajando en algo que no me gratificase. Ni siquiera veía el trabajo como una fuente de ingresos. A los ocho años de edad, yo les dije a mis padres que no era justo que el basurero ganase menos que el médico. Mi padre me explicó que el médico estudió y, por eso, se merecía un salario mayor que el del basurero. Y que, por eso mismo, yo debería estudiar, para conseguir un buen empleo y ganar bien.
En mi lógica infantil, cuestioné que el basurero ya estaba haciendo un trabajo más desagradable. ¿Encima de eso, debería ganar menos? Le dije a mi progenitor que todos deberían ganar lo mismo y que unos ganarían x en un trabajo más gratificante y otros el mismo x en una función no tan agradable, de acuerdo con la capacidad de cada uno, pero que eso no debería interferir en los ingresos.
Claro que nadie concordaba con esa premisa. Pero la idea de que deberíamos perseguir una carrera que nos fuese agradable, continuó en mi mente para siempre. ¿Ya notó que los trabajadores, en general, se sacrifican haciendo un trabajo que los oprime, humilla, desgasta, consume, genera enfermedades...? Lo hacen de lunes a viernes y no tienen vida, sino subvida (por eso se dice que el trabajo es para proveer la subsistencia, “sub-existencia”). Se sacrifican de lunes a viernes para poder vivir un fin de semana de ocio o de descanso.
Yo nunca vi el trabajo bajo esa óptica. Siempre creí que debía ser sabroso, divertido, agradable, estimulante. Pero eso entraba en choque con el concepto de que el trabajo tiene que ser una cosa que usted hace contra su voluntad, por dinero. Eso generó el síndrome del “qué bueno que ya es viernes” y del “qué fastidio que hoy es lunes”.
Si le preguntamos a cualquier empleado si él preferiría estar allí, trabajando, o en casa descansando, o haciendo un deporte, o viajando, etc., la casi totalidad va a concordar que sólo está allí, trabajando, porque necesita el dinero.
Admitamos que esa no es una visión bonita. La consecuencia es que muchas personas sabotean la empresa o al patrón. Pudiendo, se quedan por allá sin hacer nada, dando largas, yendo a tomar un café, conversando con los colegas, atascando la máquina productiva. Eso, cuando no se llevan, para casa, una resma de papel, una engrapadora, cualquier cosa que puedan sustraer, para compensar su frustración.
Una pesquisa fue hecha, en la década de 1990, para saber cuánto tiempo el empleado de una empresa efectivamente trabaja, en una jornada de ocho horas. La conclusión fue la de que él trabaja, efectivamente, a lo máximo, dos horas. Entonces, ¿para qué quedarse perdiendo la existencia, allá dentro, las otras seis horas por día, durante toda su vida? ¿No sería mejor realizar su parte en dos horas y después ir para casa? Pero somos víctimas del paradigma de que el empleado necesita estar en el empleo durante toda la jornada de trabajo. Claro que, para algunas profesiones, ese concepto está cambiando para el de home office. Pero convengamos que aún son pocas.
Del libro Sucesso, Profesor DeRose, Egrégora Books.
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